martes, 8 de abril de 2008

Camino a la ciudad

Desde pequeño, observé mi ciudad desde una ventana de micro, viendo pasar un sin número de situaciones y lugares distintos. Sin duda el hecho de vivir en Puente Alto, significaba incansables travesías, para ir a ver a los abuelos o a los parientes, figurativa y literalmente, lejanos, que vivían al otro extremo de la gran capital o cuando íbamos al “centro” y los adultos decían esa típica frase “vamos a Santiago”, por lo general a hacer trámites (o diligencias) o solo por ir a pasear.

El hecho de vivir lejos de la capital, en un sector conocido como parte de la periferia santiaguina, la cual podría caracterizarse como una “periferia de la periferia” (tomando en cuenta a Tejeda, cuando alude a la debilidad de los orígenes y habla de la subsidiaridad que tiene Santiago, por la “tendencia a ser periferia de si misma”), da experiencias interesantes, y curiosas con respecto a la percepción de ciudad.

Vivíamos en una de las villas más nuevas del sector, rodeada de potreros, que alguna vez fueron terrenos agrícolas, y de un gran tranque al que todos los vecinos nos acercábamos a mirar con curiosidad, tenía una gran avenida pavimentada a la mitad, por la cual transitaban las micros de algunos de los recorridos que “viajaban a Santiago”, entre otros recónditos sitios. Recuerdo la variedad de colores, los variados recursos gráficos de cada línea, las Centro – La Florida, las Ovalle Negrete, las Cajón del Maipo, las Intercomunales, caracterizadas en sus interiores con los peculiares colgantes, o las grandes bocinas o la clásica perilla de la caja de cambios con algún insecto en su interior.

La ciudad que conocía hasta ese momento era casi una ciudad-campo, con todo alejado y la necesidad de madrugar muchas veces.

La neblina que se disipaba poco a poco a medida que nos alejábamos, permitía ver el panorama y las diferencias en el “camino a Santiago”, que se tornaba cada vez más urbanizado, plagado de edificios, algunas industrias y tiendas como el desaparecido CentroOfertas, Rochet, entre otros y además de grandes carteles, que animaban el largo trayecto, que se volvía algo incómodo al percibir el smog capitalino sumado a la contaminación acústica, y del mar interminable de gente caminando por la Alameda y otros paseos peatonales, claramente un mundo diametralmente distinto.Sin duda el crecimiento de Puente Alto, la comuna más poblada del país (según cifras del INE, 501.042 habitantes, una cifra preliminar censo de Pobl. y Vivienda 2002) y de la misma gran capital, hacían necesario cambios en la infraestructura, vial como del transporte (hoy reflejado en nuestro tristemente célebre sistema, Transantiago, reemplazante de las añoradas amarillas, y para mi particularmente, las más añoradas micros multicolores de años anteriores), por lo cual comenzaron a proliferar variados no-lugares, como llamaría Marc Augé[1] en primera instancia a las múltiples paradas de locomoción colectiva, pero que reinterpretándolos y contextualizándolos en la situación que vivimos cierta cantidad de la población, se han convertido en lugares por momentos, debido a largos tiempos de espera, que permiten la unión, o más bien el mismo sentimiento de contrariedad, entre los individuos ahí presentes. Estos espacios se vuelven “relacionales”, al contrario de los no-lugares de los que habla Augé, la gente comienza a vincularse de una manera u otra.Las caras han ido cambiando también, ya sea por el medio de transporte y otros temas de la vida diaria que afectan a nuestro país, el stress ya se hace presente en muchas partes de la gran capital y la periferia, las cuales se desarrollan desmesuradamente hasta vincularse como conurbación (se define como el proceso y el resultado del crecimiento de varias ciudades), sin embargo, no todo es tan gris, aún existen cosas simples que alegran la vida de nuestra ciudad, los barrios bohemios, nuestros hermosos parques, en fin, una mezcla que a veces resulta extraña, una diversidad un tanto paradójica, pero es la variedad que da vida a la ciudad.




[1] Los no lugares espacios del anonimato: una antropología de la sobremodernidad. Marc Augé. 4ª edición, octubre 1998, Barcelona. Ed. Gedisa.

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